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Toda la verdad y nada más que la verdad sobre las vacunas (o el «Síndrome de Hamelín»)

Tiene 7 años. Es una niña preciosa, cuyo rostro guarda parecido con el de la bellísima actriz Ingrid Bergman (1915-1982); una niña completamente normal, que disfrutaba de buena salud hasta que le empezaron a aparecer temblores, especialmente cuando está unas horas sin comer, temblores que le empezaron justo después de que fuera vacunada de la triple vírica. Su madre ―con amplios conocimientos de la medicina alternativa― se opuso tenazmente a su vacunación, pero la amenazaron con no admitirla en el colegio en caso de no hacerlo. Conozco bien el caso de esta niña: es mi nieta.

Desde luego, no es el único caso en que ponzoñosas vacuna causan lesiones en los niños. Quizá sean las alergias los efectos colaterales más frecuentes ―dado que las vacunaciones deprimen el sistema inmunológico―, y los trastornos neurológicos ―como en el caso de mi nieta―, pero el más letal es el autismo, producido por el terrible timerosal, cuyo componente principal es el etilmercurio, muy neurotóxico, como todos los metales pesados. Estudios de metaanálisis han confirmado la relación entre el timerosal y el autismo. Hoy ya casi no se usa, debido a la presión internacional, que ha obligado a retirarlo de las vacunas.

En el gráfico se observa el alarmante incremento en los casos de autismo de Estados Unidos, coincidiendo con las campaña masivas de vacunación infantil

Los efectos adversos de las vacunas vienen determinados en gran medida porque ―junto con los virus muertos, atenuados, o fragmentos virales―, se introducen una gran cantidad de sustancias, llamadas adyuvantes, con las cuales se pretende hacer más eficaz la respuesta inmune, aumentando la inmunogenicidad de los antígenos, y reduciendo así la cantidad de antígeno y el número de dosis.

El problema es que estas sustancias son dañinas, y pueden ser causa de un Himalaya de efectos adversos, hasta el punto de que en el año 2011 los científicos Shoenfeld y Agmon-Levin acuñaron el término «Síndrome Autoinmune/autoinflamatorio Inducido por Adyuvantes» (ASIA por sus siglas en inglés) para describir un conjunto de enfermedades que son el resultado de una respuesta inmune hiperactiva o inflamatoria a los adyuvantes. Dichos efectos colaterales aparecen con un tiempo de latencia variable (hasta años) y ocurren como resultado de la interacción entre factores genéticos y ambientales.

Son numerosos y están bien documentados los casos en los que una determinada vacuna ha producido efectos perversos en la población infantil. El ogro de este horror vacunador es ―por supuesto― Billy Puertas, cuyas campañas de vacunación en países pobres han causado estragos, generalmente en forma de esterilidad, como no podía ser menos, tratándose del emperador de los eugenistas. Aparte de los devastadores efectos de las campañas de vacunación contra el papiloma y la polio, se puede citar el incremento de casos de narcolepsia en niños nórdicos vacunados de la gripe pandémica «Pandemrix».

Esta compulsión por vacunar a los niños es lo que yo llamo el «Síndrome de Hamelín», el flautista de aquel cuento que, para vengarse de los aldeanos que no le querían pagar por haber librado al pueblo de una plaga de ratas, se llevó a todos los niños del pueblo, encerrándoles en una cueva, hasta que se le pagara lo que le debían. Esta historia sucedió en la realidad: desaparecieron 130 niños, y no se les volvió a ver nunca más.

Asociadas a las vacunas, se han descrito mayores porcentajes de padecimiento de enfermedades autoinmunes como Síndrome de Guillain-Barré, neuropatías desmielinizantes, lupus eritematoso sistémico, pancreatitis, vasculitis o hepatitis autoinmune, entre otras. Curiosamente, muchas de estas enfermedades también aparecen como posibles entre los efectos de la vacuna anti-COVID: ¡Qué cosas!

No quiere decir que esto le ocurra a todo el mundo que se vacune con adyuvantes, pero lo cierto es que no es posible conocer exactamente cuál es el porcentaje de personas afectadas (sobre todo niños) y estas sustancias se encuentran en muchas vacunas: gripe, polio, meningococo, neumococo, tétanos, difteria, etc.

El rey de los adyuvantes es, sin duda, el omnipresente aluminio, causante de artritis, esclerosis múltiple o diabetes melitus. También miofascitis macrofágica. La clave para entender todo esto está en que hay personas predispuestas genéticamente a esos daños pero es un factor externo o ambiental ―como el aluminio― el que los activaría.

Junto al aluminio, hay una lista interminable de aditivos que convierten las vacunas en una verdadera cloaca de inmundicias, en un auténtico estercolero, ahíto hasta reventar de productos ponzoñoso, putrefactos, un auténtico «perfectus detritus»: formaldehído [formalina], el terrible timerosal (mercurio), tejidos de fetos abortados, antibióticos, ADN bacteriano y viral y componentes lácteos/de huevo, glutamato monosódico [MSG], detergentes como el fatídico Polisorbato 80, suero bovino, albúmina humana, bórax (usado para el control de las cucarachas), levaduras (hongos), y un largo etcétera (la lista de adyuvantes y sus efectos.

Aun las instancias provacunadoras admiten que los estudios publicados sobre la seguridad de las vacunas son incompletos, pues algunos de los efectos solo se detectarán con el uso masivo de las vacunas y en fase de poscomercialización, por lo que una vigilancia mantenida se impone para garantizar una completa seguridad. Esta vigilancia obligada quiere decir que las vacunas son siempre productos experimentales, que se ensayan clínicamente con las personas, como si su comercialización fuese todavía una fase de los ensayos clínicos. El problema es que esa farmacovigilancia o vigilancia durante la comercialización y uso de las vacunas las hacen instituciones viciadas por conflictos de interés con los laboratorios que las fabrican.

Frente al mito de que las vacunas han funcionado, de que han salvado vidas y terminado con enfermedades pandémicas que eran letales hace tiempo, son cada vez más abrumadores los estudios que demuestran que esta es otra mentira del Himalaya de mentiras asociadas a las vacunas. Así, por ejemplo, se afirma que: «La vacunación no tiene en cuenta la disminución notable de la mortalidad EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO… casi el 90% de la disminución de ENFERMEDADES INFECCIOSAS y de la MORTALIDAD en los niños estadounidenses se produjo antes de 1940, cuando los antibióticos o vacunas estaban disponibles solamente en cantidades muy pequeñas».

Aparte de su toxicidad comprobada, de los riesgos que presentan para personas con predisposición genética a presentar respuestas autoinmunes exageradas… aparte de su más que dudosa eficacia ―por ejemplo, después de décadas de vacunación gripal, el porcentaje de defunciones por gripe no ha bajado en lo más mínimo―, las vacunas son totalmente innecesarias desde un punto de vista inmunológico, aunque reporten fabulosos beneficios al «Big Pharma»―.

En efecto, quizá el mecanismo biológico más perfecto de nuestro cuerpo sea el sistema inmunitario, que se encarga de proteger al organismo de agentes extraños, para lo cual cuenta con varias líneas de defensa de especificidad creciente. Las más simples están incluidas en la inmunidad innata: son las barreras físicas (barreras epiteliales: epitelio de la piel, aparato digestivo y respiratorio), que evitan que patógenos como bacterias y virus ingresen al organismo. Si un patógeno penetra estas barreras, el sistema inmunitario innato ofrece una respuesta inmediata, pero no específica. Las 2 reacciones celulares más importantes de la inmunidad innata son la inflamación (acción de leucocitos fagocíticos) y defensa antivírica (mediada por células dendríticas y linfocitos NK). Sin embargo, si los agentes patógenos evaden la respuesta innata, actúa otra barrera de protección, que es el sistema inmunitario adaptativo (inmunidad humoral mediada por linfocitos B y la inmunidad celular mediada por linfocitos T). Aquí el sistema inmunitario adapta su respuesta durante la infección para mejorar el reconocimiento del agente patógeno. La información sobre esta respuesta mejorada se conserva aún después de que el agente patógeno es eliminado, bajo la forma de memoria inmunológica, y permite que el sistema inmunitario adaptativo desencadene ataques más rápidos y más fuertes si en el futuro el sistema inmunitario detecta este tipo de patógeno.

La alteración de esta formidable ingeniería biológica de nuestra inmunidad natural puede provocar enfermedades con base inmunitaria, que se agrupan en 3 tipos: enfermedades por hipersensibilidad, enfermedades autoinmunitarias, enfermedades por inmunodeficiencia. Los efectos más letales se dan en el nivel neurológico, pues las enfermedades neurodegenerativas están asociadas generalmente a trastornos autoinmunes. Esto fue lo que le sucedió a mi nieta.

Si partimos de la base de que la inmensa mayoría de la población está compuesta por individuos sanos, con un sistema inmunológico en buen estado, aquilatado por una herencia genética de milenios en cuyo transcurso la especie humana se ha defendido de agentes patógenos con éxito ―si no, estaríamos extinguidos como especie―, mediante anticuerpos que se nos transmiten como una herencia genética, ¿por qué alterar ese sistema inmunológico, perturbando su normal funcionamiento mediante la introducción intencionada de agentes patógenos, aunque estén debilitados o muertos, con el fin de alertarlo para que produzca antígenos? ¿Por qué vacunarnos contra un agente del que con toda seguridad vamos a ser defendidos por nuestro cuerpo sin problemas, a no ser que nuestra inmunidad esté desequilibrada precisamente por estas vacunaciones?

Pero, claro, con los confinamientos, las mascarillas y la distancia social ―y las vacunas, los alimentos tóxicos, etc.― nuestra inmunidad está siendo debilitada con premeditación y alevosía, ante el silencio cobarde y cómplice de los colectivos médicos, conchabados con el enemigo.

Así, pues, tras todo lo expuesto, invito a los afirmaciovacunistas, a los vacunoadictos, a toda la patulea formada por médicos, científicos y borregos cencerriles a que se vacunen, a que vacunen a sus hijos, a sus hijas, a sus padres, a sus madres, a sus abuelos, a sus abuelas, a sus bisabuelos y bisabuelas, a sus perros, a sus gatos, a sus hámsters, a sus canarios… Les invito a que se arponeen a los «Moby Dick» con las maléficas jeringuillas, a que se hagan selfies hilarantes con la jeringa colgando de sus brazos, a que también se hagan memes cuando los expertos les hagan hisopos anales para ver si están contagiados ―ya los hacen en China, ojo―… Les invito a que se metan de una vez la kryptonita negra de esas pócimas del Averno, que se arriesguen a que sus hijos contraigan temblores como los de mi nieta… Les invito a que organicen batucadas, fiestorras de la vacunita, en las que ―con mascarillas y a lo loco, con bombo y platillo―, al son del «vacuna-Matata», en medio de una orgía de hidrogeles, de saluditos con codos, se lancen las jeringuillas bien cargadas de veneno, como si estuvieran jugando a los dardos en Vacuna’s Pub: ¡Qué diver!

Luego colgad en las redes vuestros certificados de vacunación, vuestros selfies ridículos, embadurnados con la inmensa cantidad de majaderías que decís a la gente para que se vacune… Luego, miradme a los ojos y decid que lo de mi nieta es un bulo, miradme a los ojos y decidme de una vez que vacunaréis de todo a vuestros hijos, que os vacunaréis con el mejunje transgénico… Miradme a los ojos, y decidme que no tenéis miedo de las vacunas, que estáis seguros al cien por cien de que son pociones mágicas…

Y es que con el sufrimiento de mi nieta confieso que me dan ganas de echarme al monte, que estoy muy harto y no puedo soportarlo más: y seguro que a vosotros, los bienpagaos del vacunismo, os pasaría lo mismo si fuera vuestro caso, que no os lo deseo.

Y vosotros, cuyos hijos han sido víctimas del horror de las vacunas, ya estáis tardando en hacer lo que tenéis que hacer, en sacar vuestros redaños y plantar cara ante el sufrimiento de vuestros hijos.

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